Por Guadalupe Tagliaferri
Presidenta MAD
Senadora Nacional (Ciudad de Buenos Aires)
Los países viven en la macroeconomía, las personas en la microeconomía. Uno es el tipo de cambio, los flujos productivos, la balanza de pago. La micro son las decisiones diarias: ¿qué me conviene, más plata o más tiempo libre? ¿esto lo quiero o lo necesito? ¿cuánto estoy dispuesta a pagar? En un país desarrollado la macro está ordenada (o estable), la micro se vuelve previsible, las personas y las empresas toman decisiones y el dinero circula.
En Argentina está todo dado vuelta. El dólar – la macro – marca el ritmo de vida. Las reservas del Banco Central es tema de conversación en las sobremesas de domingo. Nuestro pensamiento cotidiano, es decir, nada menos que nuestra energía vital, se nos va en fenómenos intangibles, inmanejables, mientras que la economía real, la nuestra, las decisiones que nos hacen progresar o nos estancan, nuestra vida más concreta, la postergamos o, peor, la volvemos una variable dependiente de lo que pase “en los mercados”. Todo es un gran “vamos viendo” que alimenta una confusión que nos sale carísima: que pensar cómo desarrollar la Argentina no sirve para nada. Que no es para nosotros. Que si “se ordena la macro Argentina alcanza”.
Basta asomarse al patio de los vecinos para ver que esto es mentira. Colombia, Perú, Paraguay, países que aprovecharon los vientos de cola de inicios de los 2000 para estabilizar la macro y lograr estabilidad y orden, pero que mantuvieron y hasta profundizaron una sociedad profundamente desigual. ¿Puede un país ser desarrollado si su población no lo es? Los argentinos estamos hoy enredados en esa trampa.
Y enredados en esa trampa, postergamos la condición central para el desarrollo: definir e implementar políticas públicas sostenidas en el tiempo que busquen el bienestar general de la población. Aferrados al sueño de la macro prolija, olvidamos la lista de pendientes para transformar de fondo nuestra realidad.
Por supuesto que la creatividad no tiene límites, y siempre que se puede intentamos salir del laberinto por arriba. La excusa ahora es asociar el derecho a la libertad de las personas – innato, intrínseco – a sus posibilidades de desarrollo individual. “Que cada uno tenga la posibilidad de elegir”, sostiene esta máxima, que tiene como segunda derivada correr al Estado de cualquier responsabilidad para facilitar la vida en la micro. Y así, un discurso lírico sobre la vida en libertad se convierte en otra trampa: te prometen libertad, pero en realidad te están dejando solo.
Dicho de otra manera: ¿podemos hablar de libertad individual en un país inequitativo?
Un país desarrollado es aquel que facilita oportunidades para que sus habitantes puedan educarse, trabajar, progresar y ganar una autonomía que les permita elegir y concretar su proyecto de vida. ¿En dónde estamos nosotros? Con alrededor de la mitad de la población bajo la línea de pobreza, con 17,5% de indigentes, con solo 3 de cada 10 jóvenes que terminan sus estudios secundarios en el tiempo esperado y con un nivel de inseguridad que nos coloca entre los 20 países con las mayores tasas de delincuencia del mundo. No solo estamos lejos, sino que pareciera que estuvimos muchos años caminando en sentido contrario al desarrollo.
El nuevo consenso – por fin – de la política argentina es que para revertir este panorama es fundamental lograr y sostener el crecimiento económico, terminar con la inflación, alcanzar el equilibrio fiscal y ordenar los desequilibrios que tiene nuestra macroeconomía.
¿Alcanza? No alcanza.
El economista indio Amartya Sen, que ganó el Premio Nobel de Economía en 1998 sostiene en “Pobreza y hambruna: un ensayo sobre el derecho y la privación” (1981), que el hambre no es consecuencia de la falta de alimentos, sino de las desigualdades en su distribución, un tema de enorme trascendencia en Argentina.
La teoría de Sen plantea que el desarrollo implica libertad y la pobreza, la falta de desarrollo humano, son barreras para el ejercicio de las libertades individuales. Es decir que en el desarrollo, la dimensión humana – el bienestar, la igualdad de oportunidades, la distribución equitativa – es central.
Estamos hablando entonces de algo más que crecimiento económico. Con lente argentino podemos decir que las desigualdades y las condiciones tan desfavorables en la que nacen y viven millones de argentinos hacen que el punto de partida para tener un proyecto de vida libre y autónomo condicione su trayectoria vital. Cuando hablamos de pobreza estructural nos estamos refiriendo a una serie de factores arraigados en la sociedad y sostenidos a través del tiempo que imposibilitan el progreso. Estamos hablando de limitaciones en el acceso a una educación de calidad, un mercado laboral restrictivo y con creciente informalidad, falta de infraestructura – cinco millones de personas viven hoy en barrios populares sin acceso a servicios básicos – conectividad y servicios de salud deficientes, entre muchos otros.
Todos estos factores – la economía grande y chica, las personas que pueden, las que no, el Estado – hacen de la discusión sobre el desarrollo un tema central de nuestras vidas, al que desde MAD queremos aportar con rigurosidad y pasión. De alguna manera, la pregunta que estará detrás de cada encuentro, iniciativa y discusión que propongamos será ¿qué tenemos que hacer para estar preparados al desarrollo? Cuando nos llegue el momento, cuando la macro “se ordene”, ¿cómo lo vamos a aprovechar? El atraso de Argentina en todas las áreas de la vida social es evidente. Y la tarea es enorme.
Quiero dejar una última reflexión sobre este movimiento al desarrollo. ¿Movimiento hacia donde? ¿Desarrollo para quiénes? Vivir en un país desarrollado implica cumplir con una serie de indicadores en diferentes campos de la vida económica y social. Sin embargo, como decíamos antes, hablar de desarrollo es hablar de las personas. Siempre se trata de las personas. En Argentina, millones de personas viven en la extrema pobreza. Su realidad y sus sueños son completamente distintos a aquellos que podemos tener quienes tuvimos más suerte o más oportunidades. Esto cuenta no solo para las cuestiones materiales o de confort, sino para la experiencia de vida en sí misma, muchas veces dolorosa y sufrida. Por eso mismo, cualquier idea o plan de desarrollo debe empezar primero por ellos.
La filósofa española Adela Cortina Ortis acuñó un término muy preciso para estos tiempos: aporofobia, el rechazo al pobre. Es el odio al que hará crecer el gasto público – en salud, en educación, en alimentos – y que no tiene en apariencia nada bueno para ofrecer a cambio. Y por lo tanto, se lo excluye de un mundo construido sobre el contrato político, económico o social en el que solo pueden entrar los que tienen algo interesante para aportar como retorno. “Los pobres, dice Adela, parecen quebrar este juego de toma y daca del Estado de Derecho, porque nuestra mente calculadora percibe que no van a traer más que problemas a cambio, y por eso prospera la tendencia a excluirlos”. Toda estrategia de desarrollo debe construir su sentido en eliminar esa grieta – verdadera y dolorosa – y convertir el paso por esta vida en una oportunidad para la plenitud.