Una política exterior para el desarrollo

Por Francisco Resnicoff – MAD
Mg Relaciones Internacionales (Fletcher School)
Mg Ciencia Política (Brown University)


Argentina tiene un único imperativo categórico: crecer, crear empleo y mejorar las condiciones de vida de sus habitantes. La contribución al desarrollo debería ser la única vara para medir la calidad de una política pública. 

La política exterior no escapa a este principio elemental. Una política exterior para el desarrollo es aquella que prioriza los intereses y necesidades materiales de la población por encima de cualquier otro objetivo, que es considerado subsidiario.

Esta simple enunciación es casi de sentido común. Sin embargo, en los últimos años la política exterior ha sido sacrificada por distintos gobiernos en pos de confrontaciones políticas y posicionamientos ideológicos que ponen en riesgo oportunidades de desarrollo futuro. En estos casos, el posicionamiento internacional ha actuado como sustituto de magros resultados domésticos. En distintos momentos de la historia, la sobre-ideologización, la confrontación y la persecución de mayores niveles de “autonomía” han cumplido la función de proveer cierta dosis de apoyo y popularidad interna a gobiernos que la necesitaban.

Eso vale para gobiernos de distinto signo. Durante la presidencia de Fernández, la vacilación en la condena a las violaciones de los derechos humanos en la región, la voluntad de ofrecer la Argentina como “puerta de entrada” de Rusia a América Latina apenas dos semanas antes de la invasión a Ucrania, y la utilización de distintos espacios para que el presidente exprese su “visión del mundo” ante líderes globales constituyeron ejemplos de una política exterior que impuso costes al desarrollo del país. Milei, por su parte, ha mantenido una serie de conflictos diplomáticos de raíz ideológica con vecinos, estados más poderosos y países con los que mantenemos importantes relaciones culturales, comerciales y de inversión, sin reparar en sus consecuencias para el bienestar presente y futuro de los argentinos. En ambos casos, el interés material es subsidiario del posicionamiento ideológico. Con el agravante de que los continuos vaivenes de la política exterior transmiten un mensaje de falta de rumbo que lesionan la credibilidad del país. 

¿En qué consistiría, entonces, una política exterior para el desarrollo? Un objetivo inicial debería ser mostrarse como un socio confiable ante otros estados, actores privados, organismos multilaterales y la sociedad civil global. Esa operación requiere primero entender en qué mundo estamos hoy, qué lugar ocupa Argentina en ese mundo, y cuáles son sus necesidades (qué es lo que la política exterior puede aportar). Una política exterior que no internalice estos condicionantes puede servir otros propósitos, pero seguro no al de contribuir al desarrollo. 

El orden global está en transición. El ascenso de China desafía la primacía americana y el orden unipolar post-guerra fría. La creciente disputa entre Estados Unidos y China hace cada vez más borrosas las líneas entre comercio y geopolítica. En paralelo, se observa en el mundo occidental un proceso de fragmentación de las sociedades nacionales que ha servido de tierra fértil para la emergencia de nuevos populismos. En el caso de Estados Unidos, eso se traduce en una auto-evaluación crítica de su rol en el mundo y de la conveniencia de proveer algunos de los bienes públicos globales que antes proporcionaba, incentivando así el avance de estados “revisionistas”. 

Una primera consecuencia de este nuevo orden de cosas es que el mundo se ha vuelto mucho más violento. La cantidad de conflictos y de muertes asociadas a esos conflictos alcanzan su máximo de las últimas décadas. Argentina tiene poco que ganar trayendo con su posicionamiento aquello que la geografía mantiene, por ahora, alejado. También tiene poco que ganar con el alineamiento automático, cuando existe evidencia de que dicho comportamiento no genera dividendos tangibles. Alineamiento en el momento unipolar tiene sentido estratégico. En el contexto de una potencia reluctante, corre el riesgo del anacronismo.

Una segunda consecuencia es que la agenda de comercio se ha securitizado. La política y economía internacional dejaron de ser compartimentos estancos. Los países adoptan medidas proteccionistas y diseñan nuevas políticas industriales. La “era dorada” de las cadenas globales de valor, en la que el comercio crecía por encima de la economía global, es cosa del pasado. Hoy se habla de deresking, nearshoring (o friendshoring), y seguridad energética, alimentaria y sanitaria. 

No estamos en un mundo en el que un Estado agrede a otro mientras “los privados hacen los negocios que quieren”. Tampoco estamos en un mundo de concesiones comerciales unilaterales. El comercio se ha regionalizado a través de innumerables acuerdos que implican negociaciones entre estados, entre los cuales deben existir mínimos espacios de confianza. Más aún, esos nuevos acuerdos comerciales incluyen en su enorme mayoría condicionalidades ambientales de distinto tipo. Un país como Argentina debe discutir en base a sus intereses y no aceptar lo irrazonable, pero de ninguna manera debe convertirse en un negacionista. Es una apuesta ideológica que, eventualmente, se paga resignando inversiones extranjeras y trabajo argentino.

Además de (intentar) interpretar adecuadamente el orden en formación, una política exterior para el desarrollo debe reconocer también nuestra posición relativa. La Argentina es un país periférico, de ingreso medio, que en las últimas décadas ha perdido peso relativo. 

Nuestra relevancia global se ha reducido, y con ello la capacidad de nuestros recursos diplomáticos para influenciar en temas globales. Aunque mantenemos prestigio y capacidad de agencia en ciertas agendas, debemos asumir que somos un tomador, no un hacedor, de reglas. No estamos para grandes gestas ni posicionamientos ideológicos que aumenten el riesgo percibido. La ideología es un lujo demasiado caro para un país que necesita imperiosamente desarrollarse.

Hemos pasado 25 años en recesión desde 1950, más que cualquier otro país. Nuestro PIB per cápita es un tercio del de los países desarrollados, cuando hasta inicios de los 70s nunca había bajado del 60%. Pese a nuestras potencialidades, somos uno de los 15 países del mundo que menos exportan en relación a su PIB, lo que constituye uno de nuestros mayores obstáculos al crecimiento. Nuestro bloque regional, el MERCOSUR, está 20 años atrasado en sus negociaciones respecto a otros países de la región. Sus acuerdos cubren menos del 10% del PIB global.

Del análisis del orden global, nuestra posición relativa y nuestras necesidades surgen tres principios de una política exterior para el desarrollo: modestia, coherencia, pragmatismo. 

Modestia significa poner nuestros recursos materiales y simbólicos al servicio de intereses políticos y económicos acotados y concretos. Si, por ejemplo, el primer mandatario es invitado a foros de alto nivel, es un error usar esas tribunas para bregar por una refundación del orden global o para aleccionar a las audiencias. Es un mal uso de recursos de poder escasos, que podrían destinarse a detallar una estrategia de desarrollo y mostrarse como socio confiable en ciertos temas de relevancia global. La defensa de la democracia en la región es otro ejemplo. Argentina debe ejercer posiciones unívocas en relación a la defensa de la democracia y los derechos humanos en la región, reconociendo ambos como parte constitutiva de nuestra agenda de prosperidad y desarrollo. 

Coherencia significa correspondencia entre medios y fines. Una política exterior contradictoria y desacoplada del valor fundamental del crecimiento y el bienestar de los ciudadanos es un lastre. Coherencia es también sinergia entre diplomacia presidencial y política exterior propiamente dicha. Hacer control de daños no es un buen uso de recursos diplomáticos escasos, además de que desgasta el instrumento y genera pérdida de credibilidad internacional.  

Pragmatismo es aprovechar las oportunidades. Es un mundo más complejo, pero no necesariamente una amenaza para el desarrollo del país. De hecho, Argentina ha generado interés como potencial proveedor confiable de alimentos y energía, que dependerá de nosotros aprovechar. Una política exterior para el desarrollo debería poner el foco en promover nuestros motores de crecimiento y en impulsar una agenda agresiva de negociaciones económicas internacionales que mire hacia los países con los que tenemos una obvia complementariedad (especialmente Asia, pero también Africa del Norte y Medio Oriente). También debería preocuparse por mantener una relación cercana y funcional con Brasil y el resto de los países de la región, que contribuya a la promoción de agendas de interés mutuo (producción eficiente y sostenible de proteínas, energías renovables, gas como energía de transición, entre otras). Ser pragmático también implica trabajar con Estados Unidos (y en general, con occidente) en una agenda de desarrollo para la región que incluya pero no se limite a la cooperación en materia de seguridad y defensa. 

Estos principios no constituyen una receta mágica. En un mundo complejo, los trade-offs seguirán existiendo. Pero la mejor forma de gestionar las tensiones y avanzar el interés nacional no es la sobre-ideologización o su reverso, la equidistancia. Pasa más bien por asumir posturas concretas y creíbles asociadas explícitamente al imperativo categórico del desarrollo. Argentina necesita un diálogo maduro y honesto con las potencias sobre nuestros intereses y valores, reconociendo que las tensiones existirán y proponiendo soluciones que no comprometan el objetivo irrenunciable de mejorar las condiciones de vida de los argentinos. 

A inicios de los 90s, el Canciller Guido di Tella anunciaba que “…renunciamos a todas aquellas confrontaciones políticas estériles, desvinculadas de nuestros intereses materiales, que antes nos obsesionaron. El único rédito de esas confrontaciones son beneficios emocionales que halagan la vanidad de las dirigencias”. Hoy, 30 años después, el desafío de nuestra política exterior sigue siendo el mismo.