Por Francisco Rescnicoff
Especialista MAD en Relaciones Internacionales
El populismo es un concepto elusivo. Muchos ponen el énfasis en su carácter plebiscitario y en la relación directa, no intermediada, que el “líder” carismático establece con “el pueblo”. Para otros, en general economistas, es simplemente la promoción del consumo presente a expensas del ahorro futuro.
Se pueden combinar ambas definiciones y aplicarlas a la política exterior. La credibilidad y el prestigio internacional pueden entenderse como un stock de capital. A través de la política exterior, uno puede invertirlo en desarrollo futuro o consumirlo en el presente en confrontaciones políticas y posicionamientos ideológicos personales. La naturaleza plebiscitaria del populismo, por su parte, exige resultados. Cuando esos resultados escasean en el frente doméstico, la política exterior cumple la función de mostrar “éxitos” que contribuyen a mantener la mística y consolidar apoyos internos.
De acuerdo a esta definición, entonces, una política exterior populista busca construir una épica internacional para satisfacer ambiciones personales o suplir carencias políticas internas, consumiendo el stock de confianza internacional en el camino. Cuando un presidente de un país como la Argentina usa los foros internacionales para “cantar las 40” y denunciar el orden global está haciendo política exterior populista. Aquí no hay ruptura. Valía antes para Alberto y Cristina Fernandez, vale ahora para Milei.
El Presidente usa la política exterior con estos fines desde inicios de su mandato. Mediante esta operación, crea la ficción de una “Argentina potencia” que se materializa en su persona. No es casual que se considere como uno de los dos políticos más importantes del planeta (el otro sería el expresidente de los Estados Unidos y candidato Donald Trump) y reclame para sí el cetro de líder global de la libertad. No es casual que suba la apuesta ahora, en momentos en que se registra una baja en los niveles de aprobación presidencial que podrían anticipar el principio del fin de la luna de miel con parte de sus votantes.
Tres muestras del rol que le toca cumplir a la política exterior bajo el gobierno de Milei: en primer lugar, su “denuncia” de la agenda globalista casi no recibió atención de los medios internacionales. Es claro que se buscó un impacto interno. En segundo lugar, la “disociación” de la Agenda del Futuro anunciada por la canciller Diana Mondino es meramente declamativa. El pacto ya fue adoptado por consenso y no es vinculante. Si honraran los discursos con acciones, Argentina debería rechazar inmediatamente todo préstamo de organismo internacional o acuerdo comercial que contenga algún tipo de condicionalidad climática. En tercer lugar, y vinculado con el punto anterior, el Gobierno practica un soberanismo para la tribuna. Como hizo antes con un acuerdo global por manejo de pandemias de la Organización Mundial de la Salud, la Argentina reclama defensa de la soberanía allí donde la soberanía no está en juego.
Estas líneas no son una defensa de la ONU ni de la Agenda del Futuro. Es un hecho que la arquitectura internacional surgida luego de la Segunda Guerra Mundial está en crisis, como bien señaló Milei en una parte de su discurso ante la Asamblea General. La Argentina es un país importante y debe contribuir a los debates globales. Pero el Gobierno debe entender que el país es un tomador de reglas, no un hacedor de reglas, y que nuestro interés nacional se canaliza mejor a través de la negociación y la diplomacia que a través de la denuncia revulsiva y conspiranoica.
El día anterior al discurso del Presidente Milei, la canciller Mondino dijo en la Cumbre del Futuro que “la única batalla que vale la pena es la batalla cultural”. No podría estar más en desacuerdo. La única batalla que vale la pena es la batalla por el desarrollo, y la política exterior no puede permanecer ajena. La Argentina necesita un diálogo maduro y honesto con el mundo sobre nuestros intereses y valores, reconociendo que las tensiones existirán y proponiendo soluciones que no comprometan el objetivo irrenunciable de mejorar las condiciones de vida de los argentinos.
Refiriéndose a experiencias populistas que era necesario superar, a inicios de los 90 el canciller Guido di Tella anunciaba: “(…) renunciamos a todas aquellas confrontaciones políticas estériles, desvinculadas de nuestros intereses materiales, que antes nos obsesionaron. El único rédito de esas confrontaciones son beneficios emocionales que halagan la vanidad de las dirigencias”. Hoy, más de 30 años después, el desafío de nuestra política exterior sigue siendo el mismo.